
Lo que comenzó como unas simples vacaciones en alta mar terminó siendo la nueva forma de vida para Mario Salcedo. Natural de origen cubano y residente en Miami, este exejecutivo de finanzas tomó en 1997 un crucero sin saber que ese viaje marcaría un antes y un después. Tres años más tarde, renunció a su empleo, vendió sus propiedades y decidió vivir a bordo de cruceros de forma indefinida.
Desde entonces, Salcedo ha permanecido embarcado casi sin interrupciones, recorriendo el mundo con Royal Caribbean como naviera de referencia. Su camarote habitual cuenta con balcón privado, escritorio y conexión a internet, lo justo para trabajar, relajarse y ver el océano cada mañana. “Para mí, un crucero no es una escapada, es mi hogar”, ha explicado en más de una ocasión.
Su rutina dista de la de un turista común. Madruga, se ejercita en cubierta y dedica buena parte del día a gestionar inversiones desde su portátil. Aunque se considera retirado, sigue activo profesionalmente. “Mi oficina está frente al mar. No necesito más”, resume. Por la tarde, disfruta de los espectáculos a bordo, charla con la tripulación y, en ocasiones, documenta sus travesías con su cámara fotográfica.
Los efectos de una vida flotante
La vida nómada sobre el mar tiene también su reverso. Después de tantos años sin pisar tierra durante largos periodos, Salcedo ha desarrollado una condición neurológica conocida como síndrome de desembarque, que le provoca una constante sensación de movimiento incluso estando en tierra. “Caminar recto se ha vuelto un reto. Me siento como si el suelo se moviera bajo mis pies”, reconoce.
A ello se suma el aislamiento emocional que puede surgir de convivir con pasajeros nuevos cada semana. Aunque disfruta del contacto humano, admite que no siempre es fácil crear vínculos duraderos. Aun así, ha construido lazos estables con parte de la tripulación y con otros viajeros habituales. “Aquí todo es temporal, salvo yo”, bromea.
Un estilo de vida fuera de lo común
A lo largo de más de dos décadas, Salcedo ha visitado incontables destinos sin necesidad de hacer maletas. Si bien prefiere rutas por el Caribe o el Mediterráneo, afirma que lo que le importa no es el destino, sino el trayecto. “El barco es mi dirección permanente. Es el único lugar donde siempre me siento en casa”.
Mantener este estilo de vida le cuesta alrededor de 100.000 dólares al año, una cifra que asume con serenidad. En total, ha gastado más de 2,5 millones de dólares viviendo en el mar, pero no se arrepiente. “Lo veo como una inversión en libertad. La vida en tierra está llena de obligaciones; aquí todo es más simple”, sostiene.
Hoy, Mario es una leyenda dentro del mundo de los cruceros. Su historia no solo llama la atención por lo insólito, sino porque encarna una forma distinta y radical de entender el retiro y la felicidad. “No todos nacimos para estar anclados”, concluye con la serenidad de quien ha encontrado su lugar en el mundo, aunque ese lugar nunca esté quieto.